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Por dos buenos motivos, no profundizaré en la rama científica de mi confesión. Primero, porque he aprendido que nuestros hombros nunca dejarán de cargar el destino; y cuando se hace el intento de desprenderse de él, vuelve a posarse sobre nosotros con un peso más desconocido y más horrible. Segundo, porque, como mi narración lamentablemente pondrá en claro, mis descubrimientos fueron incompletos.

El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde no comienza así, pero tranquilamente podría haberlo hecho. Creo que esta frase resume perfectamente a la novela, la cual a su vez contiene a la literatura del siglo XIX en las breves páginas de su capítulo final: la primera persona confesando sus horrores secretos en una carta intimista, la marcada mención e importancia de la ciencia en la trama, la organización del mundo en pares binarios, la encorsetada moral victoriana... ¡La exquisitamente insoportable tensión del misterio que nunca se resuelve por completo!

Me hubiera gustado leer esto a los trece años y descubrir la verdadera historia de Jekyll y Hyde en el frenético pasar de sus propias páginas. Llego nueve años más tarde, y con un recorrido avanzado en la licenciatura en Letras a cuestas. La magia se perdió un poco, al encontrarme con el texto sin la intriga necesaria como para devorármelo como habría hecho a los trece años. Pero de todos modos cumple. No deja indiferente, y, más allá del evidente tedio que a veces supone saber de antemano la resolución del misterio que sostiene la trama, se disfruta. Se sostiene y te atrapa, pese a la ausencia del efecto sorpresa. Quizá ese sea uno de sus puntos más fuertes: lejos de estar sostenida por la experiencia de shock que pueda o no producir el final, la lectura se disfruta aún sabiendo a dónde nos conduce el camino, por más que se trate sólo de admirar el camino mismo; se disfruta como el no iniciado disfruta de la visión de un bello reloj, y el relojero la contemplación del engranaje más perfecto.