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La última novela de César Aira que leí me llevó a preguntarme si era o no una broma. Ahora la cosa es algo más complicada, aunque no mucho más atractiva.

A medida que avanzaba en la absurda conversación sobre la gilipollez por la que discutían sus dos protagonistas, a medida que me preguntaba por qué ese pavo sigue discutiéndole al otro pavo, por muy hábil que fuera su verborrea, me preguntaba a mí mismo por qué seguía leyendo este sinsentido, no sería que Aira me estaba liando también con su hábil verborrea.

Al final la conversación no es tan absurda, y la propia lectura que hacemos funciona en paralelo a la intención del relato. Aun así, me deja frío. Me pasa como con Kafka o Borges, con los que Aira está muy en línea, demasiado conceptual y abstracto, no consigo involucrarme como lo consiguió con su Cecil Taylor.

En lo que no puedo sino darle la razón es en esto que se dice casi al final:

“El atractivo de las conversaciones estaba ahí: en que el otro fuera realmente otro, y su pensamiento fuera impenetrable para el interlocutor.�

Que me lo digan a mí.