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Zadie Smith (1975-) en su ópera prima Dientes blancos (2000) traza un relato costumbrista de un barrio de inmigrantes londinense durante las décadas de los 70, los 80 y los 90. Toma como referencia una atípica amistad, forjada por el azar durante la primera guerra mundial, entre Samad, un musulmán moreno originario de Bangladesh, bien parecido, educado, orgulloso y testarudo, y Archie, un blanco ateo inglés, poco agraciado, pusilánime, indeciso e ingenuo, que reaparece después de 30 años y a la que ambos se aferran para soportar unas vidas que no funcionan como ellos habían esperado.

Zadie Smith se apropia de sus vidas y las de sus familias para construir un microcosmos donde ejemplificar los múltiples obstáculos a los que los inmigrantes se enfrentan para conseguir su lugar en el mundo. Obstáculos motivados por prejuicios religiosos, culturales, sociales, económicos, raciales, generacionales, de género, de identidad� de los demás, pero también de ellos mismos y que los lleva a buscar diversas formas, muchas veces radicales, de ser aceptados por un país, una religión, una familia, unos amigos... Porque la sensación que se observa con más intensidad en Dientes blancos es la de vacío, un vacío que hay que llenar cueste lo que cueste, aunque eso signifique equivocarse muchas veces y sufrir sin remedio.

Aparte del interés de estas experiencias vitales, lo que hace diferente esta obra es la manera que la autora eligió para contárnoslas. Durante sus más de 500 páginas se mantiene un tono de humor, incluso irónico, con unas ingeniosas y acertadas apreciaciones en la descripción de personajes y situaciones que aleja la lectura de un tremendismo y un juicio moral que hubiera sido demasiado ingenuo.

Para algunos será frivolidad, para otros normalización, para mí sencillamente una buena elección de estilo. En cualquier caso: lectura interesante.