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Gustavo Rodríguez's Blog

February 2, 2023

«Cien cuyes»: así anunció «El País» de España el Premio Alfaguara 2023

Según el diario español, Gustavo Rodríguez »triunfa con ‘Cien cuyes�, una novela sobre la vejez y la dignidad, la violencia de clase y el miedo ante un futuro incierto».
El enlace,

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Published on February 02, 2023 07:38

Gustavo Rodríguez gana el Premio Alfaguara 2023: ver la ceremonia de proclamación

A continuación, el enlace a la ceremonia en Madrid:

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Published on February 02, 2023 07:28

August 26, 2022

«Treinta kilómetros a la medianoche»: una odisea sin parangón en nuestra literatura.

Una reseña de Ricardo González Vigil en la revista Caretas:

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Published on August 26, 2022 08:31

May 30, 2022

Portada de «Luces» en El Comercio de Lima: «Treinta kilómetros a la medianoche»

Entrevista central de Enrique Planas a Gustavo Rodríguez por la publicación de Treinta kilómetros a la medianoche. Incluye lectura del autor. El enlace, aquí:

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Published on May 30, 2022 15:55

Entrevista en RPP por «Treinta kilómetros a la medianoche»

El programa Ampliación de Noticias de RPP entrevistó a Gustavo Rodríguez por la publicación de su novela Treinta kilómetros a la medianoche. Aquí el enlace:

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Published on May 30, 2022 15:50

May 17, 2022

TREINTA KILÓMETROS A LA MEDIANOCHE (ALFAGUARA, 2022)

Un escritor y su pareja asisten a una fiesta en las afueras de Lima. Ambos beben, comen, bailan y se divierten mientras la noche avanza sin prisas hacia la madrugada. De pronto, suena el celular de él. La llamada que ningún padre desea recibir: una amiga de su hija le dice que esta ha sufrido un accidente en una discoteca y se encuentra hospitalizada. Comienza así un viaje por carretera que marcará el trepidante ritmo del relato. Treinta kilómetros a la medianoche que activan un segundo viaje: el recorrido a través de la memoria de un hombre en estado de nervios cuyos recuerdos se convierten en un medio de transporte existencial. A medida que su auto se desplaza hacia la capital, el lector se adentra en la vida de un personaje que se retrata en sus diversas facetas –hijo, novio, esposo, amante, amigo, padre, publicista y escritor� a la vez que evoca un repertorio de historias que trazan el mapa en movimiento de sus afectos.

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Published on May 17, 2022 13:04

October 21, 2021

Ciudad Bicentenario, MINAM

Un proyecto de ciudad sostenible anexa a Lima, que pone a la planificación por encima de la improvisación y las mafias de terreno. El video que lo explica:

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Published on October 21, 2021 14:20

March 22, 2021

Contraseñas de la clase alta

(O el mito de que las élites son brillantes y trabajadoras)

Hace muchos años, cuando presenté mi primera novela en público, mis padres acudieron con unas galas a la altura de su orgullo; mi madre con un vestido muy asentador y mi padre con su mejor saco oscuro. De aquella noche recuerdo muchos, muchísimos detalles, pero ninguno se me ha quedado tan presente como aquel que brillaba tenuemente en la solapa de mi padre: una pequeña insignia del Club de Leones de la provincia donde me crió.
Puedo imaginar el diálogo mientras ambos terminan de vestirse. Ella quitándole una pelusa a su saco y él aceptando todo con docilidad, hasta que a mi madre le tinca que falta algo. Abre su cofrecito en busca de la cereza y se topa con una L dorada flanqueada por dos felinos que rugen de perfil. Un recuerdo de tiempos mejores: la distinción hecha bronce en una pequeña comunidad de profesionales y comerciantes. Al contrario de la insignia del cuento de Ribeyro, que era una contraseña secreta para disfrutar atajos preferenciales, la de mi padre aquella noche fue un altavoz para anunciar nuestro origen de media tabla. Por eso, cuando me adelanté a recibirlo con un abrazo, rodeado de cierta élite cultural, económica y hasta política, confieso que en un primer segundo me asaltó un rezagado pudor adolescente pero, por fortuna, la gratitud y la ternura terminaron por vencerlo.

Varios recuerdos como este me han visitado hoy, después de toparme con las declaraciones de un exministro chileno que, en su momento, ofendieron a la alta burguesía de su país. Hace unos años, Nicolás Eyzaguirre –tal es el nombre del entonces ministro de Hacienda–�se refirió a los egresados de su exclusivísimo colegio en Santiago de esta manera:“Les puedo decir que muchos alumnos de mi clase eran completamente idiotas; hoy son gerentes de empresas. Lógico, si tenían redes. En esta sociedad no hay meritocracia de ninguna especie�.

Un año atrás el economista de Yale y profesor en la Universidad de Chicago, Seth Zimmerman, había dejado el terreno listo para que floreciera tal declaración:en un estudiohizo públicoque el 50% de los cargos más altos en las empresas chilenas lo ocupaban exalumnos de solo nueve colegios de élite.

Enfocarse en este dato no solo da para pensar en los colegios exclusivos que detentan este sitial en cada país de América Latina, por ejemplo, sino también para entender por qué nuestras clases acomodadas tienen esa propensión –insólita en sociedades más igualitarias� por averiguar en qué colegio ha estudiado su interlocutor. Todo indica, nuevamente, que el encumbramiento social no depende tanto de los conocimientos, sino de los conocidos. Se adivinará lo perverso de esta situación: mientras el acceso al conocimiento puede llegar a ser público, el acceso a los contactos es cerrado y conlleva requisitos de muy escasa circulación.

Como toda red que tiende a creer en sus propias narrativas –como los creyentes de una religión o los hinchas de algún club�, toda élite económica tiende a creer que su triunfo en la escala social se debe a que es brillante y trabajadora, y sus integrantes no son muy conscientes de que al pertenecer desde pequeños a un sistema exclusivo de códigos y relaciones, tienen casi asegurado su actual nivel social para sus hijos y nietos. ¿Qué ocurre, en contraposición, con las familias humildes?Según un estudio de laOECD, las familias pobres de América Latina necesitan entre seis y once generaciones para que uno de sus descendientes escale a la clase media. Pensar en una sociedad sin ricos ni pobres es una utopía que cuando ha querido ser puesta en práctica ha devenido en regímenes de pesadilla. Sin embargo, pensar en sociedades donde la distancia entre ambos no sea escandalosa, sí es razonable.

Actualmente, según elWorld Inequality Database, el 1% de los peruanos más ricos detenta casi una cuarta parte de nuestros salarios. Y el 10% detenta más de la mitad.

Somos uno de los cuatro países más desiguales en una de las regiones más desiguales del mundo. Convengamos en que una realidad así no nos hace viables: la frustración de los menos afortunados macerándose cada día, y la consecuente violencia manifestándose en cada acto, hacen imposible que seamos una ciudadanía que piense a largo plazo y se conduzca constructivamente.

Pero, ¿a quién le corresponde la responsabilidad de que el mecanismo actual se modifique? ¿A la sartén que recibe el fuego, o al mango que detenta el control?

Quizá por eso escribo esto. Porque es mucho más probable que ese 10% de mi país tenga más recursos para leerme que aquel 90% preocupado por temas más urgentes. Escribo para que recuerden en qué colegios
estudiaron y con quiénes. A qué universidades asistieron y qué clubes frecuentaron. Escribo para que identifiquen sus códigos de pertenencia y sopesen qué tanto han contribuido a agrandar nuestras brechas: qué palabras usan y cómo las usan –“¿viste qué cholo, como dicechort�?�, cómo utilizan simbólicamente la ropa –“esas medias claras no van con zapatos oscuros”�, qué referencias geográficas utilizan –“¡Uy, ese tiene recibo de Edelnor!”� o qué ágapes son imperdibles –“nos vemos el viernes ya sabes dónde�.

Escribo para que miren con sospecha a quien está demasiado pendiente de estos detalles, pues quizá signifique que esa persona recurra a su capacidad de discriminación porque no tiene mucha capacidad intelectual.

Escribo con la ingenua esperanza de que lo piensen bien cada vez que se vean tentados de decir que nadie les ha regalado nada, porque desde pequeños sí disfrutaron de grandes atajos sistematizados. Para recordarles –y recordarme a mí mismo� que muchos de sus códigos cotidianos sirven para perpetuarse en un sitial y cuidar que no ingrese nadie más: santos y señas para excluir o incluir, así como la insignia de mi padre podía servir para marcar distancia con sus pacientes más humildes, pero también para provocar sonrisas en el comedor del Club Nacional.
En este último caso, una contraseña infinitamente rechazada para acceder al siguiente nivel.

(Publicado en el 20.3.2021).

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Published on March 22, 2021 18:56

February 18, 2021

Mi artículo más impopular

Las vacunas que vimos aterrizar en Perú han sido, durante las primeras horas, gotas de lluvia cayendo sobre sedientos: las exclamaciones se apretujaban, las jerarquías se discutían, las necesidades se ponían en entredicho. En esta batahola, algunas personas en Twitter se quejaron furiosamente de que los reos estén antes que ellos en la fila de vacunación y, ante mi respuesta de que me parece una secuencia razonable, se adivinará el otro tipo de virulencia que se puso en juego.
Para justificar mi opinión bastaría con quedarme en el terreno práctico y científico: todo espacio hacinado es un paraíso para que el virus se multiplique y las prisiones peruanas son ideales para irradiar la peste en todas direcciones. Nuestras 68 cárceles deberían albergar a 40 mil internos, pero su población llega a los 96 mil. Más del doble y sin campo abierto. De no ser controlado en ellas, el virus se expandirá indetenible hacia los policías que las resguardan, el personal que allí cocina, el personal médico que las atiende, el transeúnte ocasional, las familias que las visitan. Los virus no saben de moral: si el objetivo es evitar el derrumbe de la salud pública, vacunar a nuestros presos es de inteligencia elemental.
Pero soy algo terco y no quisiera dejar pasar la oportunidad de escarbar un poco en esa tendencia de muchos compatriotas a ser implacables con los infractores de la ley. Me temo, por lo tanto, que este artículo terminará siendo uno de los más impopulares que he escrito.
Siempre he pensado que una sociedad se mide según cómo trata a sus presos.
Y que toda familia se mide según cómo corrige a sus hijos.
Pensemos en nuestros hogares. Recordemos en los métodos que usaron con nosotros y en los que vimos que usaban con nuestros conocidos. Reflexionemos sobre los antecedentes y en la justicia aplicada. Por ejemplo, yo tuve un primito al que obligaban a terminarse todo el almuerzo y, cuando se negaba, era confinado en la cocina hasta la noche. ¿Era razonable castigarlo por no tener apetito?
Si me hubieran sorprendido con revistas pornográficas bajo la cama, ¿hubiera sido justo castigarme si es que nunca me habían hablado de sexo y la pornografía era una manera de saciar mi curiosidad junto a mis ganas? ¿Era justo que uno de mis tíos perdiera un diente de un cucharonazo en la boca por haber contradicho una opinión de su abuela? ¿Para qué se corrige a las personas? ¿Para que aprendan las consecuencias de sus actos, o porque nos gusta el sadismo?
Con esto no quiero exculpar a ningún criminal, obviamente. Solo busco relativizar de qué hablamos cuando pensamos en el castigo: así como hay familias que cometen barbaridades contra sus miembros aduciendo una legalidad propia, hay países en los que ocurre lo mismo.
Quizá la ferocidad con que se recibe la posibilidad de un reo siendo vacunado tenga que ver con las asociaciones que trae aquella palabra. Azuzada por el sensacionalismo, a nuestra mente acuden los sicarios de las películas y los noticieros, los asaltantes a mano armada, los capos del narcotráfico, e incluso los terroristas. En ese recuento ligado al crimen como espectáculo nos olvidamos de las jóvenes que son enganchadas por necesidad para ser burriers, de los enredados en tramas judiciales debido a su ignorancia, y yo mismo olvido que si las deudas fueran motivo para el encarcelamiento –como ocurrió en algún momento�, hasta mi atribulado padre habría terminado en la cárcel.
¿Habría merecido un empresario corrupto –y en libertad debido a sus conexiones� recibir la vacuna antes que mi padre?
Pero saltémonos a los sentenciados: casi el 40% de los que habitan las cárceles peruanas siguen esperando el juicio que confirme sus crímenes.
Bajo el razonamiento de que todo preso debe ir al final de la fila, ¿merecerían estos prisioneros esa suerte?
Quienes estamos fuera de prisión solemos olvidar que en nuestros países la cárcel es un reflejo de la pobreza. Cada una de ellas es el repositorio de un embudo en el que se agita la inequidad. Allí terminan sus días una mayoría que ha heredado de sus ancestros la falta de igualdad, de educación e, incluso, de recursos para defenderse en un debido proceso: siempre es noticia que una persona con plata termine presa. Aunque Capote lo dijo mejor: A los ricos no los ahorcan nunca; solo a los pobres y sin amigos.
Sin embargo, esto no me lleva a olvidar que en nuestras cárceles haya psicópatas.
Confieso que pensar en Abimael Guzmán recibiendo la vacuna antes que una joven maestra me causa repeluz. Una parte mía quisiera que se muera boqueando, pero existe otra, más serena, que me pide pensar en el verdadero bien común y no en un deseo individual de desquite.
Un estado siempre debe demostrar que es mejor que el peor de sus ciudadanos.
El Estado nos representa y debe aspirar a servirnos de ejemplo aunque pocas veces lo logre, pero es en ese intento donde radica el combate por ser una mejor sociedad.
Si un estado se rebaja a ser cruel, ¿no le está dando una justificación adicional a quienes lo son?
Si nuestro sistema apartara a los reos de la fila lógica de vacunación, el mensaje sería el mismo que el de la pena de muerte: “me parece bien que mueras porque al delinquir, dejaste de ser humano�. Y, nos guste o no, por más actos horrendos que cometamos, nada nos quita el hecho de ser humanos.
En todo hombre se esconde un criminal en potencia, y la ley no existe para reproducir tal naturaleza.
Como decía Camus, existe para corregirla.

(Publicado en el 13/2/2021)

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Published on February 18, 2021 14:22

Mi velorio

Luego de ver el documental Dick Johnson is dead –por recomendación de Dante Trujillo� he quedado dulcemente consternado. La frecuencia con que uno piensa en la muerte suele ser inversamente proporcional a los años vividos: la primera vez que me detuve a reflexionar sobre ella fue a los nueve años, cuando un compañerito quedó huérfano de madre. A esa edad, la suya me pareció una tragedia inconmensurable, pero las muertes que de a pocos fueron llegando a mi familia y la lenta comprensión del desmoronamiento propio, de mis semejantes y de mis padres, me han llevado a tenerla presente con resignación. Obviamente, ahora que convivimos con una pandemia voraz, la muerte es un tópico que atraviesa todas las edades, pero desde una perspectiva histórica se trata de un hipo: la humanidad vive y vivirá negándola.
Aquí radica el valor de este documental, creado y grabado por Kirsten Johnson, la hija cineasta de Richard Johnson, un anciano estadounidense que va camino del sepulcro a causa de una enfermedad degenerativa. En este tipo de trances, lo bueno dentro de lo terrible es que, al contrario de las muertes súbitas, ofrecen oportunidad para las despedidas, y esta película es uno de los ejemplos más creativos para este tipo de rituales. El documental, por ejemplo, está salpicado de secuencias en las que Richard Johnson muere de formas absurdas con la ayuda de dobles profesionales que ayudan a hacer creíble la ilusión: un anticipo de lo inevitable lleno de humor negro.
Pero la secuencia que más me impactó es la del velorio del protagonista.
Al contrario de quienes se abstienen de nombrar los temas incómodos con la ilusión de que no se cumplan, siempre me ha parecido que nombrar a conciencia lo más temido es una buena forma de prepararse para ello. Usted y yo sabemos que, de todo aquello que tememos, lo más inexorable es la muerte. Vendrá. Usted morirá. Moriremos. Quién sabe si en este instante, mientras usted lee estas líneas, yo ya no esté: así de contundente puede ser.
No todos se obligan a hablar de ella como yo, por supuesto.
Mi madre y mi novia se incomodan cuando me oyen conversar de mi muerte con mis hijas: cada vez que les recuerdo qué canción no deben poner en mi velorio; cuando discutimos si el ataud debe ponerse en nuestra sala o si conviene un velatorio, cuando les aseguro que me las arreglaré para jalarles las patas si alguna vez pelean por alguna de mis posesiones, cuando antes de cada viaje les recuerdo las instrucciones para que un banquero no se quede con lo que les corresponde.
Lo que nunca les he dicho es que mi fascinación por los velorios tiene una explicación razonable: para mí, suelen ser la medida de una vida.
Si el difunto tuvo una vida plena, quizá su velorio no vaya a ser apoteósico, pero estarán los que importan: una muralla de pechos encendidos que se acompañarán, recordarán juntos y, sobre todo, celebrarán un legado bueno. Si, por el contrario, el difunto tuvo una vida más superficial y disgregada, es probable que la mayor parte de la asistencia acuda por cumplir: se compartirán chismes, se intercambiarán tarjetas, y del muerto se dirán anécdotas que no necesariamente transformaron vidas.
Entonces, imitando a Richard Johnson en la película, me asomo al mío con curiosidad y algo de temor. ¿Cuál será el clima que terminará por asentarse? ¿Qué información obtendrán mis hijas de aquellos que me conocieron en un ámbito distinto? ¿Recibirán frases moldeadas por la etiqueta o escucharán testimonios auténticos? ¿Acudirá el amigo que una vez traicioné? ¿Aceptará al final mi vieja petición de perdón? ¿Se hablará con honestidad de lo malo y bueno que tuvo mi vida en vez de caer en los horribles lugares comunes? ¿Aparecerá ese tipo que alaba mi escritura en persona pero que se burla a mis espaldas, en un acto final de hipocresía?
A veces también fantaseo con los velorios de las personas que amo.
¿Tendrá O. un velorio al que acudirán sus hijos, reconciliados con él?
¿Tendrá P. un velorio digno y a la altura de su solidaridad?
¿Tendrá mi novia un velorio dulce y con más amores fructificados, muchos años después de que yo no esté?
No quiero morir, obviamente. No ahora.
Como muestra, testifico que el timbre de mi departamento acaba de sonar: es un oxímetro que he comprado para medir si se me está yendo la vida.
Antes de ir a recogerlo en la portería, vuelvo a recalcar todo lo que he querido decir: que vivamos como queramos que sea nuestro velorio.
Para tenerlo –y no ser enterrado con premura y en soledad�, es que tanto me estoy cuidando de esta caprichosa enfermedad.

(Publicado en el 6/2/2021)

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Published on February 18, 2021 14:17

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Gustavo Rodríguez
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